domingo, 16 de agosto de 2015

LA LITERATURA BAJO EL FRANQUISMO

Gracias a todos los vascos que aun sufriendo el exilio
seguisteis luchando por vuestra Tierra desde la octava provincia
y, con vuestro ejemplo, 
nos transmitisteis el amor por Euskadi a los que nacimos después. 


Como sucedió con todas las manifestaciones culturales de la Península, la Guerra Civil de 1936 supuso un duro revés para la literatura y la cultura vascas. Finalizado el conflicto, se prohibió toda manifestación cultural en euskera, aunque tampoco había muchas personas para crear en esa lengua, pues muchos intelectuales vascos habían muerto y ciento cincuenta mil euskaldunes tuvieron que partir al exilio. 

Fue precisamente en el exilio donde surgieron los primeros intentos de volver a escribir en euskera, por medio de editoriales como Ekin, fundada en 1940 o de revistas como Eusko – Gogoa, creada en Guatemala en 1950.

Quizás las obras que se escribieron fuera de las fronteras vascas no sean de la mejor calidad, pero hay que reconocer la labor de intelectuales que, además de sufrir durísimas condiciones laborales y de tener empleos muy por debajo de su formación, se empeñaron en que la literatura vasca continuara viva. Escribieron obras cargadas de dolor y nostalgia, en las que se alimentaba continuamente la idea del regreso y formalmente continuadoras del romanticismo y del costumbrismo que había marcado las letras euskéricas antes de la Guerra, como se puede ver en las obras de Telesforo Monzón y Jokin Zaitegi. Sin embargo, hacia 1946 se empezaron a vislumbrar nuevas líneas narrativas, cada vez menos costumbristas y cada vez más melancólicas. Entre los escritores del exilio merece una mención especial Martín Ugalde, escritor muy comprometido, que escribió contra la Guerra Civil y el exilio, aunque dejándose influenciar más que sus paisanos por los escritores latinoamericanos y los grandes cuentistas europeos; fue autor de Iltzaileak, primera colección de cuentos no costumbristas en euskera.  

En España, por otro lado, hubo que esperar hasta 1946 para que la vida literaria vasca empezara a resurgir. Fue ese el año en el que la editorial Itxaropena comienzó a publicar los textos que nutrieron de lecturas a la generación más castigada de la dictadura. Dos años más tarde, a través de la revista Egan se empiezan a publicar en Euskadi los textos que vieron la luz en el exilio.

Los primeros libros que se escribieron en euskera en nuestro país después de la Guerra fueron libros religiosos, como Arantzazu, euskal poema, escrito por el religioso Salbatore Mitxelena en 1949 o Elorri, de Bitoriano Gandiaga. A ellos habría que sumar una larga lista de escritores franciscanos, principalmente poetas y ensayistas, que trataron de recuperar la lengua y la cultura vascas a través de la revista Jakin.

Sin embargo, hacia los años sesenta se empezó a sentir que el tiempo de obras religiosa había pasado. La literatura se fue volviendo más existencialista y social y una nueva generación empezó a reclamar su lugar. Fue en estos mismos años cuando editoriales como Auspoa, Auñamendi, Txertoa, la Gran Enciclopedia Vasca, etc. facilitaron la publicación de más libros en euskera, que empezaban a ser de calidad, principalmente en lo que a la poesía y a la novela se refiere. Por entonces, Jorge Oteiza, el animador de todos los movimientos culturales que se estaban desarrollando en el País Vasco, escrbió Quosque tandem! (1963), que propició la estetización de una poesía y una cultura ancladas hasta entonces en formas tradicionales de expresión. Fue también en esta época cuando el monasterio de Arantzazu rebasó su sentido religioso para adquirir una nueva dimensión social, cultural e incluso política. Finalmente, la revista Egan, dirigida por Koldo Mitxelena, la traducción al euskera de grandes clásicos de la literatura universal, junto con los artículos de Txillardegi y Rikardo Arregi y los ensayos de Joxe Azurmendi terminaron de abrir el camino de la modernidad y marcaron toda la poesía de la época.

Monasterio de Aranzazu, importante centro religioso, social, cultural y político durante los años 60

Jon Mirande, Gabriel Aresti y, en mucha menor medida, Federico Krutwig, fueron los vanguardistas que revolucionaron la poesía vasca del periodo. Jon Mirande fue un ser repugnante para la sociedad de su época: fue fascista, racista, misógino, anticristiano… Sin embargo, fue un gran escritor. Empezó a publicar sus obras poéticas, que más tarde se reunirían bajo el título Ilhun argiak (Claroscuros), en la revista Euzko – Gogoa en 1950. En sus obras Mirande arremeterá, unas veces satírico y casi siempre con una ironía que roza la desesperación, contra todos los baluartes de la moralidad vigente en la sociedad vasca, que se reflejará, además de en su violento rechazo al cristianismo y sus símbolos, en la estética de lo feo. Tradujo a Kafka, Poe y Saki, cuya influencia se notará en sus cuentos. Escribió, además una novela Haur besoetakoa (La ahijada), influenciada por Lolita de Nabokov, que fue vanguardista dentro de la narrativa vasca. Como decimos, fue un gran escritor, pero debido a su heterodoxia, su nihilismo y su transgresión –sobre el papel- de las pautas sexuales de la época fue marginado por algunas personalidades de la cultura, que pretendían conservar los valores morales tradicionales.

Igelak, poema de Jon Mirande 
musicalizado por Oskorri


Mirande influyó en el mejor poeta vasco del siglo XX, Gabriel Aresti, que también empezó a publicar en 1955 en la revista Eusko Gogoa y posteriormente en otras muchas más, como Egan y Anaitasuna. Inconformista, polemista nato, activista y luchador infatigable por la unificación del euskera, Aresti empezó cultivando una poesía elegante, que a menudo reflejaba las preocupaciones religioso – existenciales del autor; más tarde, a partir de 1959, empezó a hablar de temas de la vida cotidiana en su poesía y se vuelve más directo y coloquial –a esta etapa pertenece Maldan behera, su primer libro de poesía, e Ipuinak-; por último, hacia 1964, su poesía se vuelve social –en estos años escribe Harri eta herri (Piedra y pueblo) (1964) y Harrizko herri hau (Este pueblo de piedra) (1970), entre otras.

Nire aitaren etxea, poema de Gabriel Aresti,
musicalizado por Eñaut Elorrieta

En la narrativa, los primeros intentos de renovación de la novela vinieron de la mano de Antonio Loidi, quien en 1955 publicó la primera novela policiaca en euskera Amabost egun Urgain’en (Quince días en Urgain), vía esta que siguieron diversos autores durante los años sesenta y setenta, aunque ninguno fue tan leído, especialmente por el público juvenil, como Loidi.

Dos años más tarde, Txillardegi escribió la primera novela que rompió claramente con la novela costumbrista en euskera. Con sus obras Leturiaren egunkari ezkutua y Peru Leartzako, Txillardegi enlazó la literatura vasca con las corrientes literarias europeas de su tiempo, aportándole una nueva sensiblidad, una nueva escala de valores y un paisaje urbano en el que se desenvuelve por sí mismo un héroe problemático y complejo.

En la década siguiente cogió el relevo de la renovación novelística Ramón Saizarbitoria, que ha sido el experimentador por excelencia de la novela vasca. Se interesó por las novelas existenciales europeas, al igual que Txillardegi, pero él las matizó mediante el humor y la ironía. Más tarde se preocupó por técnicas propias del cine y llevó al límite los experimentos con la objetividad. Ehun metro fue una de las primeras novelas vascas que se tradujeron al castellano y que, además, se llevaron al cine.



En cuanto al teatro, tras el estallido de la Guerra Civil se interrumpen bruscamente los dos focos principales que animaban la vida teatral del país: la que se configuraba en torno a Antzerri, dirigida por el tolosarra Antonio María Labayen, de molde costumbrista, y la vizcaína, comprometida con el impulso de un teatro nacionalista. En 1953 María Dolores Aguirre retomó la experiencia teatral de Euskal Iztundea (Escuela de Declamación) en 1953; ella será la principal animadora del teatro en euskera de la posguerra, sobre todo en las décadas de los 50 y de los 60. En los años sesenta se crearon nuevos grupos teatrales, como Jarrai en San Sebastián o Kriselu en Bilbao. Antonio María Labayen y Piarres Larzabal son las dos personalidades más destacadas del teatro vasco de la posguerra, cuyas obras continuaban los planteamientos teatrales heredados del primer tercio del siglo; sin embargo, la obra Matalas (1968), de Larzabal, constituye una pieza de transición hacia un tipo de teatro comprometido con la realidad social de Euskadi.


Hacia la década de los setenta, una nueva generación, principalmente euskaldun berri, formada por los jóvenes que habían estudiado en las primeras ikastolas que se fundaron de manera clandestina después de la guerra y los vascos que habían aprendido euskera a través de la alfabetización de adultos sustituyeron a los grandes vanguardistas de los años sesenta. La poesía social es sustituida por una más personal e íntima, representada por Amaia Lasa y Arantxa Urretabizkaia. La novela abandona las vanguardias europeas para imbuirse o bien en el realismo mágico que provenía de Latinoamérica y que fue cultivado en las letras vascas por Anjel Lertxundi y Mikel Zárate o bien en novelas más juveniles y más ligeras como las de Luis Haranburu Altuna y Xabier Gereño. Por último Bernardo Atxaga, Luis Haranburu Altuna, Xabier Lete o Eugenio Arocena trataban de hacer sus pinitos teatrales.

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