Gracias a todos los vascos que aun sufriendo el exilio
seguisteis luchando por vuestra Tierra desde la octava provincia
y, con vuestro ejemplo,
nos transmitisteis el amor por Euskadi a los que nacimos después.
nos transmitisteis el amor por Euskadi a los que nacimos después.
Como
sucedió con todas las manifestaciones culturales de la Península, la Guerra
Civil de 1936 supuso un duro revés para la literatura y la cultura vascas.
Finalizado el conflicto, se prohibió toda manifestación cultural en euskera,
aunque tampoco había muchas personas para crear en esa lengua, pues muchos
intelectuales vascos habían muerto y ciento cincuenta mil euskaldunes tuvieron
que partir al exilio.
Fue precisamente en el exilio donde
surgieron los primeros intentos de volver a escribir en euskera, por medio de
editoriales como Ekin, fundada en
1940 o de revistas como Eusko – Gogoa,
creada en Guatemala en 1950.
Quizás
las obras que se escribieron fuera de las fronteras vascas no sean de la mejor
calidad, pero hay que reconocer la labor de intelectuales que, además de sufrir
durísimas condiciones laborales y de tener empleos muy por debajo de su
formación, se empeñaron en que la literatura vasca continuara viva. Escribieron
obras cargadas de dolor y nostalgia, en las que se alimentaba continuamente la
idea del regreso y formalmente continuadoras del romanticismo y del costumbrismo que había
marcado las letras euskéricas antes de la Guerra, como se puede ver en las obras de
Telesforo Monzón y Jokin Zaitegi. Sin embargo, hacia 1946 se empezaron a
vislumbrar nuevas líneas narrativas, cada vez menos costumbristas y cada vez más
melancólicas. Entre los escritores del exilio merece una mención especial Martín
Ugalde, escritor muy comprometido, que escribió contra la Guerra Civil y el
exilio, aunque dejándose influenciar más que sus paisanos por los escritores
latinoamericanos y los grandes cuentistas europeos; fue autor de Iltzaileak, primera colección de cuentos
no costumbristas en euskera.
En España, por otro lado, hubo que
esperar hasta 1946 para que la vida literaria vasca empezara a resurgir. Fue ese el año en el que la editorial Itxaropena
comienzó a publicar los textos que nutrieron de lecturas a la generación más
castigada de la dictadura. Dos años más tarde, a través de la revista Egan se empiezan a publicar en Euskadi los
textos que vieron la luz en el exilio.
Los primeros libros que se
escribieron en euskera en nuestro país después de la Guerra fueron libros
religiosos, como Arantzazu, euskal poema,
escrito por el religioso Salbatore Mitxelena en 1949 o Elorri, de Bitoriano Gandiaga. A ellos habría que sumar una larga
lista de escritores franciscanos, principalmente poetas y ensayistas, que
trataron de recuperar la lengua y la cultura vascas a través de la revista Jakin.
Sin
embargo, hacia los años sesenta se empezó a sentir que el tiempo de obras
religiosa había pasado. La literatura se fue volviendo más existencialista y
social y una nueva generación empezó a reclamar su lugar. Fue en estos mismos
años cuando editoriales como Auspoa, Auñamendi, Txertoa, la Gran Enciclopedia
Vasca, etc. facilitaron la publicación de más libros en euskera, que empezaban
a ser de calidad, principalmente en lo que a la poesía y a la novela se
refiere. Por entonces, Jorge Oteiza, el animador de todos los movimientos
culturales que se estaban desarrollando en el País Vasco, escrbió Quosque tandem! (1963), que propició la
estetización de una poesía y una cultura ancladas hasta entonces en formas
tradicionales de expresión. Fue también en esta época cuando el monasterio de
Arantzazu rebasó su sentido religioso para adquirir una nueva dimensión social,
cultural e incluso política. Finalmente, la revista Egan, dirigida por Koldo Mitxelena, la traducción al euskera de
grandes clásicos de la literatura universal, junto con los artículos de
Txillardegi y Rikardo Arregi y los ensayos de Joxe Azurmendi terminaron de abrir
el camino de la modernidad y marcaron toda la poesía de la época.
Monasterio de Aranzazu, importante centro religioso, social, cultural y político durante los años 60 |
Jon
Mirande, Gabriel Aresti y, en mucha menor medida, Federico Krutwig, fueron los
vanguardistas que revolucionaron la poesía vasca del periodo. Jon Mirande fue
un ser repugnante para la sociedad de su época: fue fascista, racista, misógino,
anticristiano… Sin embargo, fue un gran escritor. Empezó a publicar sus obras poéticas, que más tarde se reunirían bajo el título Ilhun argiak (Claroscuros), en la revista Euzko – Gogoa en 1950. En sus obras Mirande arremeterá, unas veces satírico y casi
siempre con una ironía que roza la desesperación, contra todos los baluartes de
la moralidad vigente en la sociedad vasca, que se reflejará, además de en su
violento rechazo al cristianismo y sus símbolos, en la estética de lo feo.
Tradujo a Kafka, Poe y Saki, cuya influencia se notará en sus cuentos.
Escribió, además una novela Haur
besoetakoa (La ahijada),
influenciada por Lolita de Nabokov,
que fue vanguardista dentro de la narrativa vasca. Como decimos, fue un gran
escritor, pero debido a su heterodoxia, su nihilismo y su transgresión –sobre el papel- de las pautas sexuales de la
época fue marginado por algunas personalidades de la cultura, que pretendían conservar los valores morales tradicionales.
Igelak, poema de Jon Mirande
musicalizado por Oskorri
Mirande influyó en el mejor poeta vasco del siglo XX, Gabriel
Aresti, que también empezó a publicar en 1955 en la revista Eusko Gogoa y posteriormente en otras
muchas más, como Egan y Anaitasuna. Inconformista, polemista
nato, activista y luchador infatigable por la unificación del euskera, Aresti empezó
cultivando una poesía elegante, que a menudo reflejaba las preocupaciones
religioso – existenciales del autor; más tarde, a partir de 1959, empezó a
hablar de temas de la vida cotidiana en su poesía y se vuelve más directo y
coloquial –a esta etapa pertenece Maldan
behera, su primer libro de poesía, e Ipuinak-;
por último, hacia 1964, su poesía se vuelve social –en estos años escribe Harri eta herri (Piedra y pueblo) (1964) y Harrizko
herri hau (Este pueblo de piedra)
(1970), entre otras.
Nire aitaren etxea, poema de Gabriel Aresti,
musicalizado por Eñaut Elorrieta
En
la narrativa, los primeros intentos de renovación de la novela vinieron de la
mano de Antonio Loidi, quien en 1955 publicó la primera novela policiaca en
euskera Amabost egun Urgain’en (Quince días en Urgain), vía esta que
siguieron diversos autores durante los años sesenta y setenta, aunque ninguno
fue tan leído, especialmente por el público juvenil, como Loidi.
Dos
años más tarde, Txillardegi escribió la primera novela que rompió claramente
con la novela costumbrista en euskera. Con sus obras Leturiaren egunkari ezkutua y Peru
Leartzako, Txillardegi enlazó la literatura vasca con las corrientes
literarias europeas de su tiempo, aportándole una
nueva sensiblidad, una nueva escala de valores y un paisaje urbano en el que se
desenvuelve por sí mismo un héroe problemático y complejo.
En
la década siguiente cogió el relevo de la renovación novelística Ramón
Saizarbitoria, que ha sido el experimentador por excelencia de la novela vasca.
Se interesó por las novelas existenciales europeas, al igual que Txillardegi, pero
él las matizó mediante el humor y la ironía. Más tarde se preocupó por técnicas
propias del cine y llevó al límite los experimentos con la objetividad. Ehun metro fue una de las primeras
novelas vascas que se tradujeron al castellano y que, además, se llevaron al
cine.
En
cuanto al teatro, tras el estallido de la Guerra Civil se interrumpen
bruscamente los dos focos principales que animaban la vida teatral del país: la
que se configuraba en torno a Antzerri,
dirigida por el tolosarra Antonio María Labayen, de molde costumbrista, y la
vizcaína, comprometida con el impulso de un teatro nacionalista. En 1953 María
Dolores Aguirre retomó la experiencia teatral de Euskal Iztundea (Escuela de Declamación) en 1953; ella será la
principal animadora del teatro en euskera de la posguerra, sobre todo en las
décadas de los 50 y de los 60. En los años sesenta se crearon nuevos grupos
teatrales, como Jarrai en San
Sebastián o Kriselu en Bilbao. Antonio
María Labayen y Piarres Larzabal son las dos personalidades más destacadas del
teatro vasco de la posguerra, cuyas obras continuaban los planteamientos
teatrales heredados del primer tercio del siglo; sin embargo, la obra Matalas (1968), de Larzabal, constituye
una pieza de transición hacia un tipo de teatro comprometido con la realidad social
de Euskadi.
Hacia
la década de los setenta, una nueva generación, principalmente euskaldun berri,
formada por los jóvenes que habían estudiado en las primeras ikastolas que se
fundaron de manera clandestina después de la guerra y los vascos que habían
aprendido euskera a través de la alfabetización de adultos sustituyeron a los
grandes vanguardistas de los años sesenta. La poesía social es sustituida por
una más personal e íntima, representada por Amaia Lasa y Arantxa Urretabizkaia.
La novela abandona las vanguardias europeas para imbuirse o bien en el realismo
mágico que provenía de Latinoamérica y que fue cultivado en las letras vascas
por Anjel Lertxundi y Mikel Zárate o bien en novelas más juveniles y más
ligeras como las de Luis Haranburu Altuna y Xabier Gereño. Por último Bernardo
Atxaga, Luis Haranburu Altuna, Xabier Lete o Eugenio Arocena trataban de hacer
sus pinitos teatrales.
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